Ya está aquí la Navidad. Era de esperar, más que nada por aquello del calendario. Pero lo cierto es que ha llegado y que, a partir de ahora, una vez terminado el Puente de la Desinmaculada concepción de los controladores y de que haya llovido la mitad que cuando Noé sacó el arca a pasear, vamos a tener aquello del espíritu de la Navidad hasta en la televisión pública, que no tiene anuncios.
Que conste que yo soy de los que disfruta con la Navidad. Con toda su parafernalia de luces, de belenes, de comidas de todo tipo y con todo tipo de compañías, de gentío en la calle, de ir corriendo a comprar los reyes el día cuatro a las tantas,... En fin, lo que es la Navidad.
Y la Navidad no es otra cosa que mantener las tradiciones. Tradición es, al fin y al cabo, que siempre se esté hasta las tantas esperando al mismo miembro de la familia que se ha entretenido tomando unas copas en Nochebuena o Nochevieja. Tradición es que haya siempre alguien a quien no le gusta lo que le regalen, sea lo que sea. Tradición es que no se entere uno de si ya están dando las campanadas o son todavía los cuartos. Tradición es que siempre haya una mujer madurita y entrada en carnes que te pise por un puñetero caramelo el día de la Cabalgata. Y tradiciones como estas, a puñados.
Pero, ¿qué sería de la Navidad sin estas tradiciones? Estoy seguro que no valoraríamos igual el calor del hogar con la familia reunida. O la ternura que despierta contemplar un Belén. O la ilusión de un niño que espera impaciente el regalo que tan ardorosamente le ha pedido a los Reyes. Y, sobre todo, el rejuvenecimiento de nuestros corazones que, aunque sólo sea por unas fechas, vuelve a latir como el de un niño.